“Y paso las madrugadas
Buscando un rayo de luz:
¿Por qué la noche es tan larga?
Guitarra, dímelo tú”
Atahualpa Yupanqui
Recuerdo cuando era niño aquella bella milonga que cantaba el inolvidable cantautor argentino Atahualpa Yupanqui «Los ejes de mi carreta», con letra de Romildo Risso. Una letra cargada de filosofía de vida, aunque ello implique ser considerado como diferente.
También recuerdo durante mi infancia a un joven grupo de música moderna, posiblemente "Los Morris", que ensayaban en los altos de la antigua y desaparecida posada, denominada la antigua Cilla de los Canónigos, fechada en 1744, y ubicada en la calle Cruz Dorada.
De aquellos ensayos de la época se me quedaron grabadas al menos dos canciones. Una de ellas era “Los ejes de mi carreta”, de Atahualpa Yupanqui, y la otra “Nunca te cases con un ferroviario” del grupo Schocking Blue [1969]. Entonces, por mi corta edad desconocía el título y sus verdaderos autores, aunque cuando comencé a tener edad de entender busqué la letra hasta encontrarla.
Después vendrían aquellos cantautores de enorme talla como Víctor Jara con “Te recuerdo Amanda”, Jorge Cafrune “Zamba de mi esperanza”, Quintín Cabrera “Señor Presidente”, junto con los grupos andinos Quilapayún e Inti-Illimani “El pueblo unido jamás será vencido”, los Calchaquis “Para un presidente muerto”, Mercedes Sosa “Gracias a la vida y Alfonsina y el mar”, y Violeta Parra “Volver a los 17”, entre otros muchos, que contribuyeron sin duda alguna a tocar las fibras de la justicia social.
Atahualpa Yupanqui tocaba esas fibras demasiado profundas para el poder, como por ejemplo, la dignidad de los campesinos, la resistencia indígena o la desigualdad social. Yupanqui representaba la unión entre arte, pueblo y conciencia.
Porque no engraso los ejes
Me llaman "abandonao"
Si a mí me gusta que suenen
¿Pa qué los quiero engrasar?
Es demasiado aburrido
Seguir y seguir la huella
Demasiado largo el camino
Sin nada que me entretenga.
No necesito silencio
Yo no tengo en qué pensar
Tenía, pero hace tiempo
Ahora ya no pienso más.
Los ejes de mi carreta
Nunca los voy a engrasar.
Atahualpa Yupanqui, aquella voz que eligió cantar lo que muchos callaban, y poner palabras como refugio para los olvidados de la tierra falleció en el Hotel Atenea de Nimes, Francia, el 23 de mayo de 1992 cuando viajaba a Francia para recibir un homenaje.
Ese mismo hotel lo visitaría el genial guitarrista Diego de Morón dos semanas después de la muerte de Atahualpa Yupanqui. Diego de Morón utilizó por bulerías algunas falsetas de Atahualpa en el más grande de sus éxitos: Aire Fresco, según el libro "Diego de Morón. Biografía del Duende", del escritor y paisano Juan Toro Barea.
Un gran aficionado al flamenco Juan Luis Cabrera “Laranla” y amigo del alma de Diego de Morón cantaba por bulerías acompañado a la bajañí [guitarra en caló] de Juan del Gastor y Diego de Morón aquellas letras cargadas de sentimiento de Atahualpa Yupanqui "El Abuelo".
La problemática del campo y de sus gentes se identificaba no solo en el campo de Argentina. Aquellas letras fueron recibidas en aquel Morón de la época, cuyos mensajes eran transmitidos por aquellos cantautores sudamericanos, muchos de los cuales fueron asociados a la problemática del campo andaluz cuyo compromiso social quedaba plasmado en el cante por bulerías de Juan Luis Cabrera “Laranla”, un cante cargado de emociones, de rebeldía y de llanto, que estremecía al que lo escuchaba.
Juan Luiz Cabrera con sus bulerías expresaba a través de aquellos poetas y escritores sudamericanos la protesta y la crítica social identificado siempre con aquellos mensajes de justicia social. Juan Luis logró transmitir con veracidad el estilo de vida y el espíritu del gaucho [que proviene del término gaudare, que significa hábil jinete de la Pampa que cuida del ganado], al que asociaba con la problemática del campo andaluz y siempre con el compromiso social del que siempre hizo gala.
Yo no soy zorzal, ni existe
plumaje más ordinario
yo soy pájaro corsario
que no conoce el alpiste.
Yo en mi vuelo no me arrastro
Que arrastrarse es la ruina
Yo soy pájaro de encina
De monte y de cordilleras
Yo no escucho la zonzerra
Del que canta a lo gallina
Coplas del Payador Perseguido [1972]
Atahualpa Yupanqui
Cantada por bulerías por Juan Luis Cabrera
“Preguntitas sobre Dios o Canciones del Abuelo, de Atahualpa Yupanqui
Del álbum "Guitarra, Dímelo Tú" [1957]
Un día, yo pregunté
Abuelo, ¿Dónde está Dios?
Mi abuelo se puso triste
Y nada me respondió
Mi abuelo murió en los campos
Sin rezos, ni confesión
Y lo enterraron los indios
Flauta de caña y tambor
Al tiempo, yo pregunté
Padre, ¿qué sabes de Dios?
Mi padre se puso serio
Y nada me respondió
Mi padre murió en las minas
Sin doctor, ni protección
¡Color de sangre minera
Tiene el oro del patrón!
Mi hermano vive en los montes
Y no conoce una flor
Sudor, malaria y serpiente
Es la vida del leñador
Y que naide (nadie) le pregunte
Si sabe dónde está Dios
¡Por su casa no ha pasado
Tan importante señor!
Yo canto por los caminos
Y cuando estoy en prisión
Oigo las voces del pueblo
Que canta mejor que yo
Hay un asunto en la tierra
Más importante que Dios
Y es que nadie escupa sangre
Pa' que otro viva mejor
¿Que Dios vela por los pobres?
Tal vez sí y tal vez no
¡Pero es seguro que almuerza
en la mesa del patrón!
El arriero va [27 de diciembre de 1944]
Las penas y las vaquitas
Se van por la misma senda
Las penas son de nosotros
Las vaquitas son ajenas
"El día que se entre en conciencia de para qué venimos al mundo, y qué tenemos que hacer en él, entonces tal vez disminuya ese caudal de egoísmo que, a veces, es motor que impulsa a las gentes a no comportarse bien, a enriquecerse con facilidad, a inventar la guerra […] esas cosas horribles que acortan la vida del hombre y manchan su existencia en el universo. Si mis canciones pueden ayudar en una mínima parte a que la gente destruya su egoísmo y me ayude a mí a destruir el mío, me doy por satisfecho."
Atahualpa Yupanqui
¡Pero, quien fue realmente Atahualpa Yupanqui, el poeta sin fronteras que puso voz a los marginados del mundo, perseguido y exiliado, cuyas letras tan profundas preocupadas por sus raíces, junto con la voz de la tierra llegaron hasta la tierra de Villalón, siendo recogidas en el cante por bulerías de Juan Luis Cabrera acompañadas por el toque de Diego de Morón, Juan del Gastor o Domi Serralbo, entre otros!
Su historia comienza el 31 enero de 1908 en el Campo de la Cruz, en Pergamino, provincia de Buenos Aires. Su verdadero nombre era Héctor Roberto Chavero. Su padre, José Demetrio Chavero, era un criollo de sangre quechua, lector voraz y guitarrista. De su padre heredó el silencio mestizo, la pasión por los fogones, los caballos y la guitarra. De su madre, Higinia Carmen Haram, de origen vasco, la tenacidad que lo acompañará toda su vida.
Su infancia estuvo marcada por las continuas mudanzas, ya que su padre trabajaba en los ferrocarriles como jefe de estación de tercera categoría, la más humilde. Los ferrocarriles en aquella época eran de propiedad inglesa. A cada lugar que iban, cargaba con dos cajas de libros, fue la primera biblioteca de aquel niño que aprendería a amar tanto la palabra escrita como la música.
Creció en la localidad de Roca, en un ambiente rural, donde los fogones y los payadores [cantores con guitarra] eran escuela y refugio. Ahí imitó sus primeros acordes, mientras absorbía también la disciplina de la lectura. Desde tan pequeño ya se estaba formando un artista completo: músico, pero también pensador. Sin embargo, su madre no quería que aprendiera guitarra, ya que para la sociedad de la época, el guitarrista era un símbolo de bohemia y de irresponsabilidad. Y en su afán de apartarlo de ese camino, lo enviaron a estudiar violín con el sacerdote Elifio Emilio Rosaenz, un maestro de formación clásica con el que estuvo año y medio estudiando violín. Pero la pasión del niño era otra. Una tarde, al querer arrancarle al violín las notas de una vidala [instrumento de percusión de origen andino] como si fuera una guitarra, el cura lo reprendió y dio por terminada las clases.
El pequeño Héctor no podía sacarse de la cabeza la música de los fogones. Fue entonces cuando apareció Bautista Almirón, concertista de guitarra, quien aceptó enseñarle, pero a cambio de trabajo: regar el jardín, barrer, limpiar.
Héctor aceptó con gusto. No solo aprendía, también valoraba cada lección porque la ganaba con esfuerzo. Tenía que recorrer más de quince kilómetros a caballo para tomar dichas clases. Aquella constancia desde niño marcaría su camino. El pequeño Héctor descubrió un universo musical tocando la música de Albéniz, Granados, Mozart o Bach.
Su familia se mudó a Tucumán, tierra que sería fundamental en su vida y en su obra. Allí, en Tafí Viejo, conoció a don Anselmo Dionisio, un anciano indígena amigo de su padre. Don Anselmo le enseñó palabras en quechua, además de hablarle de árboles, montañas y caminos. Le relató historias de la raza, de los pueblos originarios, de las luchas contra el absolutismo español.
Para Héctor, ese hombre era la voz de la tierra, la voz de la memoria colectiva. No eran solo relatos: eran imágenes vivas que lo transportaban a cabalgar por esos mismos senderos, a escuchar en la noche de baguala o la quena [flauta del altiplano] llorando. Esa conexión marcaría para siempre su sensibilidad. Sería el germen de su primera composición.
En paralelo, devoraba los libros de su padre: el Parnaso Argentino o Martín Fierro, entre otros. En ese cruce entre literatura y música, campo y ciudad, historia e identidad se estaba forjando el que más tarde sería "El payador perseguido".
Alrededor de junio de 1928, la familia Chavero se trasladó a Junín para que sus hijos pudieran continuar sus estudios secundarios. Se esperaba que Héctor algún día se convirtiera en un médico, pero la tragedia golpeó fuerte: su padre decidió quitarse la vida. Héctor tenía apenas trece años. Esa herida lo marcó para siempre. No se conoce mención alguna a ese hecho en su obra, como si hubiera decidido silenciar ese dolor. El silencio, en este caso, no fue olvido, sino cicatriz. La muerte de su padre obligó al adolescente Atahualpa a madurar de golpe.
Debía colaborar con el sustento de su familia, y lo hizo en oficios tan duros como hachero, arriero, mandadero o peón de albañil. Pero esa misma experiencia, lejos de apartarlo del arte, lo acercó al mundo del trabajador, del campesino, del hombre común que luego sería el centro de su obra. Con catorce años, Yupanqui sabía el leguaje indio “quechua”.
En esos años, tímido como era, publicó sus primeros versos [sonetos] en una revista escolar. Se escondió detrás de un seudónimo: "Yupanqui" que puede interpretarse como "el que cuenta". Con el tiempo agregaría "Atahualpa" que quiere junto a Yupanqui "El que viene de lejanas tierras para contar algo".
Su padre le había dejado una herencia intangible: los libros. Héctor devoraba todo lo que caía en sus manos: a los poetas del Siglo de Oro español, a Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Quevedo. También las reflexiones de Schopenhauer y Nietzsche. Decía con orgullo una frase que había aprendido de su padre: "Nosotros somos pobres con libros". Porque, aunque el dinero no sobraba, la riqueza se encontraba en la cultura.
En 1923 se animó a dar sus primeros pasos como músico en público, en Junín, tocando en clubes y pequeños festivales. Los aplausos eran modestos, pero su convicción crecía.
En 1926, con 28 años, escribió su primera canción: "Camino del indio". Aquella obra, inspirada en don Anselmo Dionisio, el anciano indígena que le había contado historias en Tucumán, era más que una sencilla melodía. Era metáfora y profecía: un retrato del pueblo andino, un canto a la nostalgia, la resistencia y la unión del hombre con su tierra. Fue, en cierto modo, la semilla de todo lo que vendría después.
El joven Chavero se volvió un cronista del hombre de campo. Cargaba siempre una libreta donde anotaba anécdotas de viajeros, relatos de peones y versos improvisados de payadores. Esa costumbre lo acompañará toda su vida y sería una fuente inagotable de inspiración. Su música no surgía solo de la guitarra: surgía de escuchar, de observar, de transformar en poesía las voces que la sociedad no quería escuchar.
En 1928, alentado por la repercusión que tuvo "Camino del indio" entre sus paisanos, viajó a Buenos Aires. La ciudad fue hostil, pero también vibrante. Tocó de radio en radio durante meses sin ser reconocido, y sobrevivió como trabajador humilde, incluso como peón en la panificación argentina. En ese tiempo de hambre llegó a empeñar su guitarra, aunque siempre logró recuperarla. Y fue allí donde grabó su primer disco: una infancia marcada por la precariedad, la admiración por los hombres del campo, y las ideas que había absorbido en los libros.
La pasión por la guitarra y ese dolor prematuro por la muerte de su padre, se forjó en él una identidad inquebrantable. Desde el inicio, su obra se alzó como un canto a la dignidad y a la resistencia. Y ese carácter idealista, inevitablemente, lo llevaría a enfrenarse con dificultades aún mayores.
Entre 1928 y 1933, la vida de Atahualpa Yupanqui se volvió un torbellino de canciones y dificultades. Regresó a Buenos Aires con una recomendación periodística y trabajó un tiempo en los diarios La Fronda y Crítica. Allí se instaló con su prima María Alícia Martínez, con quien luego se casaría y tendría tres hijos:
Alma Alicia, Atahualpa Roberto y Lila Amancay
Pero la vida familiar no lo apartó de su destino: viajaba constantemente al Noroeste argentino y a Bolivia, donde entró en contacto con campesinos y comunidades indígenas. De ellos aprendió sus costumbres y sus pesares. Fueron esas experiencias las que, poco a poco, le dieron a su obra un carácter social y testimonial.
En lo laboral se movía entre el periodismo y la música. Fundó un pequeño periódico en Entre Ríos, escribió en medios de Santa Fe y Rosario, y tocaba la guitarra en peñas, boliches y reuniones políticas de amigos radicales. Lo hacía gratis por simpatía hacia ese partido. Como músico acompañó a grupos como Los Trovadores de Cuyo, al boliviano Felipe Rivera y al Duo Calchaqui de Manuel Acosta Fillafañe.
En 1930 debutó como solista en el Teatro Príncipe de Buenos Aires y comenzó a aparecer en las primeras radios. Su carrera se abría paso al mismo tiempo que el país se convulsionaba. Ese mismo año, el golpe militar encabezado por José Félix Uriburi derrocó a Irigoyen. La represión cayó con dureza sobre los radicales. Yupanqui, aunque no era un militante activo, sí compartía ideas y simpatías con los hermanos Kennedy, opositores al régimen que buscaban devolver la democracia al país. Cuando su revolución fracasó, él también fue buscado. Por eso debió exiliarse en Uruguay en 1932, donde siguió actuando en escuelas y bibliotecas. Ese fue el primero de varios exilios en su vida, consecuencia de su postura frente al poder.
Al volver, se radicó en Rosario, retomó el periodismo y luego se refugió en Tucumán. Sobreviviendo con recitales mal pagados y la solidaridad de amigos. Eran años de estrechez económica. Pero la adversidad se transformaba en aprendizaje: el contacto con la gente del interior, con sus palabras y sus silencios, nutría su identidad como cantor.
En 1935 regresó a Buenos Aires. Debutó en Radio Fénix, Radio Municipal y Radio El Mundo. Allí, para atraer al público, a veces lo anunciaban como “un guitarrista inca”. Era un cantor de raíces profundas. Su canción "Camino del indio" comenzó a sonar con fuerza y su nombre ya circulaba. Sin embargo, no se sentía cómodo en la capital. Necesitaba volver a los caminos, a la tierra que lo inspiraba.
En Santiago del Estero encontró una manera singular de compartir su música: proyectaba películas sobre una sábana tendida de árbol en árbol y, entre función y función, cantaba a la gente. Incluso organizaba concursos de zapateo, premiando a los mejores bailarines. Así recorrió Santiago del Estero y Córdoba, combinando tradición y creatividad para acercarse al pueblo.
En 1936 se instaló en Raco, Tucumán. Sentía que solo en contacto con la gente que canta, baila y de pensar sencillo podía seguir creciendo. Volvió a recorrer el Noroeste a lomo de mula, reafirmando su vínculo con la Argentina profunda.
Entre 1937 y 1938 residió en Córdoba y, en una de esas giras, descubrió el paraje de Cerro Colorado. Ese paisaje lo deslumbró. Eustacio Barrera, dueño de algunas tierras, le obsequió un terreno como agradecimiento por su música hacia él y su esposa. Allí, años después, levantaría su casa Agua Escondida, hoy convertida en Museo.
En lo personal, se había separado de María Alicia y comenzó una relación con Modesta Soto, conocida como “Cachorro”, que lo vinculó a círculos culturales de Jujuy y lo acompañó en nuevas etapas de su vida artística. Para finales de la década del treinta, Atahualpa Yupanqui ya era un nombre reconocido en radios, teatros y festivales.
Había atravesado la pobreza, el exilio y la persecución política, pero también había encontrado su voz: austera, profunda y honesta.
"Una voz que eligió cantar lo que muchos callaban, y poner palabras a los olvidados de la tierra".
En 1939, Atahualpa Yupanqui dejó Córdoba y se instaló en Tucumán, en la calle 5 de Mayo. Allí conoció a Lía Valdez, profesora de piano, con quien formó pareja desde 1941. Juntos se alejaron primero a Cochuna y luego a un rancho escondido en las montañas de Raco, donde el silencio del paisaje parecía abrazar su música.
Con ella tendría su cuarto hijo, Quena del Valle Valdez
Ese mismo año comenzó a trabajar en LV7 Radio Tucumán y poco después firmó contrato con la compañía Odeón.
Atahualpa grabará sus primeras canciones en la legendaria serie Odeón 900, acompañado a veces por el grupo Aconquija y guitarristas como Eduardo Falú. Su nombre empezaba a circular con fuerza en los escenarios del interior. Dio un recital en el entonces Teatro Rivera Indarte de Córdoba, dentro de la Semana de Córdoba, y sorprendió al público presentando el Carnavalito, un baile poco conocido en la capital, interpretado por jóvenes de Jujuy y Córdoba.
Ese gesto será un desafío cultural en un país donde el tango reinaba en las ciudades, Yupanqui defendía con firmeza la raíz folclórica, la música que él había vivido en carne propia. También presentaría esa misma idea en el Teatro Presidente Alvear de Buenos Aires con el espectáculo "Voces de mi tierra".
En 1941 obtuvo un reconocimiento literario con su poema "Canto de la Zafra", y el 10 de junio publicó su primer libro, "Piedra Sola", escrito a lo largo de una década de caminos recorridos. Ese texto fue más que un libro: fue una manifestación poética, la prueba de que su vínculo con la tierra y con el mundo andino no era solo música sino existencial. Le seguirán otras obras como "Cerro Bayo", "Aires Indios", "Guitarra", "El Canto del Viento", "El Payador Perseguido", "Del Algarrobo al Cerezo" y "La Capataza".
En 1942, mientras ofrecía una presentación en Tucumán, conoció a una joven pianista y compositora que había asistido como espectadora fascinada por la música folclórica argentina. Su nombre era Antonietta Paule Fitzpatrick, más conocida como "Nenette". De origen francés y con formación clásica, ella se convertiría en la vida personal y profesional de Atahualpa Yupanqui. Lo que al principio fue una amistad se transformaría en una complicidad creativa que lo marcaría para siempre.
En 1944, en uno de sus tantos viajes, Yupanki creó la célebre canción “El Arriero”. La inspiración surgió de un encuentro casual con un paisano que arreaba vacas en un camino hacia Tucumán. Al elogiarle sus animales, diciéndole “que hermosas vacas tienes”, el hombre respondió con resignación:
“Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”
Esa frase sencilla, casi lanzada al viento, se volvió verso eterno en la voz de Yupanqui. Y es que ese era su don: transformar lo cotidiano en verdad universal.
En las arenas bailan los remolinos
El sol juega en el brillo del pedregal
Y prendido a la magia de los caminos
El arriero va, el arriero va.
Las penas y las vaquitas
Se van por la misma senda
Las penas son de nosotros
Las vaquitas son ajenas
“Viene clareando”, “La añera”, “La pobrecita”, “Duerme duerme, negrito”, “Chacanera de las piedras”, “Recuerdo del portezuelo”, “Indiecito dormido”, y la extensa milonga “El payador perseguido”.
Cada una de ellas hablaba no solo de un paisaje o de un personaje, sino de una filosofía de vida. Yupanqui no componía para estar de moda ni para ganar aplausos fáciles, en un tiempo en el que muchos músicos buscaban el éxito rápido con canciones ligeras. Yupanqui construía una obra que trascendía modas. Creó un estilo único, una sonoridad que se convirtió en base del folklore que vendría después. El mismo hablaba de rusticidad para describir su música. Pero esa rusticidad no era pobreza: era honestidad. Era la decisión consciente de evitar adornos innecesarios y dejar que la tierra hablara a través de su guitarra y de su voz.
En sus canciones había silencios tan importantes como las notas, y en sus versos imágenes poéticas cargadas de verdad. Uno de sus grandes temas fue siempre la libertad, la libertad del hombre frente a la opresión, la libertad del pueblo frente a las injusticias, y también la libertad íntima: la de ser fiel a lo que uno ama, aunque eso signifique caminar contra corriente.
Porque no engraso los ejes
Me llaman "abandonao"
Si a mí me gusta que suenen
¿Pa qué los quiero engrasar?
La década del 40 fue para Atahualpa Yupanqui una etapa de expansión artística, pero también de tensiones políticas. El 1 de septiembre de 1945 ingresó oficialmente en el Partido Comunista, en un acto en el Luna Park. Desde entonces comenzó a publicar artículos en los periódicos Orientación y La Hora, entre ellos citas como Runa Allpa Kamaska (“el hombre es tierra que anda”), Hermano Kolla, escritos en apoyo de las marchas de los pueblos originarios del noroeste argentino hacia Buenos Aires, reclamando la restitución de sus tierras ancestrales y otros derechos.
Esa militancia lo convirtió rápidamente en un artista incómodo para el poder. Las autoridades recomendaron a las radios evitar difundir su obra, y su nombre empezó a generar resquemor en el circuito cultural oficial. No era casual: la mirada social de Atahualpa no se limitaba a discursos, estaba también en sus canciones. Y esa doble vía le acarreó tantas o más dificultades que cualquier militancia.
En 1946, se trasladó a Buenos Aires con Nenette, con quien ya convivía y había consolidado una relación que lo acompañaría hasta el final de su vida. Para poder casarse tuvo que viajar a Uruguay, ya que él tenía un matrimonio previo y en Argentina no estaba permitido el divorcio. Fueron años intensos, ofreció recitales en distintas provincias publicando “Cerro Bayo” y “Aires Indios”, y tejió amistades fundamentales. En Chile y en Salavina trabó vínculos con Santiago Ayala, el Chúcaro, uno de los grandes bailarines de la tradición popular.
Pero hacia 1948 la censura se volvió más férrea. Se le cerraron las puertas de las grabaciones y sus conciertos se redujeron a pequeños ámbitos privados. En Chile conoció a Pablo Neruda, con quien compartió afinidades poéticas. Aun así, Yupanqui no se rindió: publicó “Tierra que anda”, un libro que reafirmaba que, si le quitaban la guitarra y la voz, todavía le quedaba la palabra como herramienta de resistencia.
Ese mismo año nació Roberto “Kolla” Chavero, hijo suyo y de Nenette, heredero también de ese espíritu de música y lucha.
Durante el gobierno de Juan Domingo Perón, la persecución se intensificó. Prácticamente no pudo trabajar en Argentina: le prohibieron actuar en teatros, radios, bibliotecas y escuelas. Sus obras eran censuradas o directamente borradas de los repertorios. En algunos casos, ni siquiera se podía mencionar su nombre en público. Como ocurre con todo artista que incomoda, lo rodearon de acusaciones falsas, buscando silenciarlo.
La psicología social habla de mecanismos de control cultural: cuando un discurso toca fibras demasiado profundas como la dignidad de los campesinos, la resistencia indígena o la desigualdad social, los poderes buscan sofocarlo antes de que se convierta en un movimiento. Yupanqui representaba justamente esa amenaza: la unión entre arte, pueblo y conciencia. El cerco cultural lo empujó al exilio.
En 1949 viajó por primera vez a Uruguay, y desde allí partió hacia una gira por Europa del este organizada por el Partido Comunista, llevando a esos escenarios las bagualas y zambas que hablaban de la tierra argentina.
Finalmente, en mayo de 1950 consiguió una visa para radicarse en París. Allí fue recibido por los círculos intelectuales más prestigiosos: frecuentó las casas de Paul Eluard y Louis Aragon, y conoció a la legendaria cantante Edith Piaf, quien fascinada por su música, lo invitó a compartir escenario en el teatro Athenée, donde Piaf prácticamente le otorgó la mitad de su show para que la gente conociera la música de Atahualpa. Grabó discos con los sellos BAM y Le Chant du Munde, y en 1951 obtuvo el Premio de la Academia Charles-Crs en la categoría folklore por “La baguala de los mineros”.
La paradoja de esos años era evidente: mientras en su propia tierra lo silenciaban, en Europa su voz era celebrada como patrimonio cultural. Yupanqui encarnaba esa figura del artista perseguido en casa, pero venerado en el extranjero, testimonio de cómo la política puede intentar callar a un hombre, pero nunca a su verdad.
En 1952, la nostalgia pudo más que el exilio, y Atahualpa Yupanqui regresó a Buenos Aires. Volvía con una mirada distinta, después de haber atravesado otros pensamientos, otras ideologías y nuevas formas de ver el mundo. Ese regreso también fue un despertar: empezó a chocar con el Partido Comunista, al que había pertenecido, porque ya no lo representaba. Yupanqui era un espíritu libre. Nunca aceptó que una estructura política definiera por completo su voz. La ruptura fue inevitable.
Quiso escribir una carta a Perón, para denunciar la persecución que sufría, pero el Partido Comunista lo consideró un acto de indisciplina, y lo expulsó. Ese gesto resume su esencia: Atahualpa no respondía a dogmas, respondía a su conciencia. Los años que siguieron fueron brutales. Fue detenido en repetidas ocasiones, y en algunas de ellas sufrió torturas. En una de esas detenciones, los golpes se centraron en lo que más amaba: tocar su guitarra.
Pusieron su mano derecha bajo una máquina de escribir para quebrársela, buscando condenarlo al silencio, arrancarle la guitarra de la vida. El castigo era un mensaje político: querían callar al cantor de la tierra. Sin embargo, el intento fracasó, solo lograron fracturarle un dedo. Atahualpa se reiría después de la situación, porque los represores no supieron que él era zurdo. Y el daño fue sobre su mano derecha. No obstante, el daño existió, y le dejó secuelas para siempre, obligándolo a simplificar los acordes, pero nunca le quitaron la voz de su guitarra. Ese episodio revela algo profundo: cuando la represión toca el arte, muchas veces lo fortalece. La herida no lo silenció, lo volvió aún más consciente.
Mientras tanto, Nenette recorría comisarías buscando saber dónde lo tenían, rogando que no lo lastimaran más. Ella fue una compañera en el sentido más pleno de la palabra: sostén en la adversidad y cómplice en la creación. En Cerro Colorado, Córdoba, levantaron juntos la casa Agua Escondida con la ayuda de la familia Barrera. Ese lugar se transformó en su refugio y trinchera creativa.
Desde 1953, ya desvinculado del comunismo, comenzó una nueva etapa junto a Nenette, que componía con él, aunque no firmaba con su nombre: eligió el pseudónimo Pablo del Cerro. Durante años, muchos se preguntaron quién era ese colaborador misterioso de Yupanqui. Era Nenette, escondida tras un nombre masculino, quizás, para protegerse de la persecución que también la había alcanzado. Incluso había perdido su trabajo en una joyería por razones políticas. De esa unión nacieron canciones eternas: “El arriero”, “Chacarera de las piedras”, “Luna tucumana”. Obras donde la tierra, la pena y la esperanza se funden en poesía.
Yupanqui comprendió algo esencial: cada vez que salía de la cárcel, quien lo recibía era la gente. No importaba si eran peronistas, radicales o de izquierda. El pueblo lo abrazaba. Ahí entendió que podía decir más con un verso que con un panfleto político. Fue entonces cuando su obra tomó la forma de lo que hoy llamamos canció protesta:
Ya no necesitaba la aprobación de un partido ni del Estado. No pedía permiso a Perón, ni a ningún poder. Cantaba porque era lo único que podía hacer.
Durante los años 50 volvió con fuerza a la vida pública. Dando conciertos por todo el país, trabajó en Radio Splendid y apareció en la televisión. En 1954 publicó su quinto libro “Guitarra”, y compartió escenarios con Los Charchaleros y con el Chúcaro.
Recibió el Primer Premio en el Festival Karlovy Vary (Checoslovaquia) por la música de la película Horizontes de Piedra, basada en su libro Cerro Bayo. Más tarde, en 1959, filmó Zafra bajo la dirección de Lucas Demare. Era el mismo hombre que habían querido callar quebrándole los dedos, y que ahora hacía de cada herida una canción inmortal.
En 1955, la revolución encabezada por Eduardo Lonardi derrocó al gobierno de Perón y sumió al país en una nueva ola de persecución política. Una vez más, Yupanqui se vio forzado a buscar asilo al otro lado del océano.
La memoria de las detenciones y torturas sufridas bajo el régimen peronista aún estaban frescas, y no estaba dispuesto a revivir ese calvario. Exiliarse no era solo una cuestión de seguridad personal, sino también de responsabilidad: debía mantener a su familia.
Tras dos breves periodos democráticos truncados por golpes militares, en 1966 el poder fue tomado por el general Juan Carlos Onganía. Para entonces, Atahualpa había regresado a Argentina, refugiándose en Cerro Colorado, su lugar en el mundo. Desde allí maduró la idea de volver a Europa, no como exiliado desesperado, sino como un artista ya consagrado, capaz de llevar al folclore argentino a escenarios internacionales.
La década del 60 marcó su verdadera consagración global. A mediados de esa década realizó una extensa gira por Japón. Después recorrió Marruecos y más tarde Colombia. Pero la Argentina de los 70 volvió a teñirse de sombra.
En 1965 publicó El Canto del Viento, su primer libro autobiográfico, fruto de años de artículos escritos para la revista Folklore.
En 1967 recibió el Primer Premio en el Festival de Cosquín, y ese mismo año emprendió su tercera gira por Japón, la más extensa hasta entonces.
Su prestigio internacional lo colocaba como referente indiscutible del folklore argentino. En 1972, como símbolo de ese reconocimiento, el escenario mayor de Cosquín fue rebautizado con su nombre: Atahualpa Yupanqui.
Desde 1973, durante la dictadura militar, Yupanqui fue nuevamente silenciado. Tuvieron que pasar seis años para que pudiera regresar a un escenario argentino. Las funciones que conseguía eran pocas, aunque siempre terminaban en ovación. Sin embargo, el cerco cultural y la inestabilidad económica lo sumieron en profundas depresiones. Comprendió entonces que la persecución política no solo intentaba callar su guitarra, sino que buscaba doblegar su espíritu.
Fue así que decidió partir nuevamente hacia Europa, primero a España y luego a París, donde permaneció tres años. Allí encontró refugio y se vinculó con la intelectualidad que veía en él no solo a un músico, sino a un filósofo popular, un poeta que había hecho del dolor del pueblo una obra universal.
Su legado ya era monumental: más de 1.300 escritos, dos cantatas en colaboración, cientos de grabaciones y varias novelas. Sus recitales abarcaron Europa, Asia y América Latina, dejando una huella que trascendió generaciones. Sus canciones forman parte de la memoria colectiva del pueblo argentino y del inconsciente colectivo: no solo son melodías, sino pedazos de identidad nacional.
El golpe más duro de su vida llegó en 1990, con la muerte de Nenette, cómplice en su vida y de su creación. Su ausencia lo dejó en un estado de soledad irreparable. Yupanqui continuó presentándose en escenarios, pero lo hacía con un vacío que ninguna ovación podía llenar.
El 23 de mayo de 1992 debía ofrecer un recital en Nimes, en el sur de Francia. Poco antes del espectáculo, Yupanqui sintió la necesidad de salir a respirar. Caminó desde el teatro hasta su hotel, donde al llegar a su habitación su corazón se detuvo para siempre. Atahualpa partió en silencio, como había vivido muchas veces, dejando tras de sí un legado que aún en la actualidad sigue marcando el pulso del folklore argentino. Sus cenizas se encuentran en Cerro Colorado, Córdoba, Argentina, bajo un roble europeo.
Yupanqui fue más que un músico. Fue un puente entre el pasado y el presente, entre el indio y el criollo, entre la tierra y la palabra. Su vida es el retrato de un hombre que cargó con cárceles, exilios, censuras y pérdidas personales, pero que nunca dejó de cantar. Su voz fue refugio para los olvidados y espejo para los que necesitaban recordar de dónde venían.
Su obra es también un manifiesto político y existencial: la libertad no se negocia, la dignidad no se entrega y las raíces no se olvidan.
Yupanqui entendió como pocos que el arte no es evasión, sino resistencia. La guitarra no es un instrumento sino un arma contra el silencio. Quizá por eso su canto aún resuena, porque más allá del dolor, siempre eligió la verdad.
…Y porque mientras exista un hombre o una mujer que mire el horizonte del campo argentino y sienta que allí late una historia, ATHAUALPA YUPANQUI SEGUIRÁ VIVO.
Y hasta aquí estas humildes letrillas en memoria de Atahualpa Yupanqui. Comenzamos con el libro sobre Diego de Morón, donde se menciona a Juan Luis Cabrera “Laranla” que convertía algunos poemas de Atahualpa Yupanqui en bulerías acompañado a la bajañí por Juan del Gastor y Diego de Morón, quien después de escuchar muchas veces a su amigo Juan Luis Cabrera, las incluiría entre sus falsetas inolvidables.
Y cuando se le escuchaba podía decir su público a los cuatro vientos, al igual que con Diego del Gastor: ese es el toque de Morón, aunque se escuchara en Japón. Por ese motivo vienen algunos japoneses a estudiar la guitarra flamenca en la tierra de Villalón, que es también la tierra de la Cal y del Flamenco, como Patrimonios Inmateriales de la Humanidad, como lo debiera de ser la poesía y el cante de Atahualpa Yupanqui por su incalculable valor cultural.
Desde la tierra de Villalón, de la Cal y del Flamenco, para el blog de mis culpas...